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Un nuevo artículo de reflexión de Sebastian Vázquez Ferrero, en esta ocasión tiempos de Pandemia y su «pico» estacional. Dónde estamos parados, hacia dónde vamos.

«El pico de la pandemia» por Sebastian Vázquez Ferrero

Historia de las Pandemias, pico de la pandemia, Sebastian Vázquez Ferrero

En todos lados, obervo se repite el mismo ciclo respecto a la pandemia y la cuarentena. Se dice “el pico ya pasó”. Por un lado, como si el mismo fuera un fenómeno natural y no social, y por el otro, como si se pudiera predecir con facilidad el rumbo de los contagios a futuro de algo tan tan inestable.
Por eso tal vez lo mejor para analizar la situación sea pensar una secuencia con indicadores e hitos más o menos claros.

En un “momento cero”, el virus no se ve. No existe. Es algo que le pasa a los otros pueblos o regiones. En otros lugares, cosa rara, rumores. Permite que se planteen teorías conspirativas, y se minimice la importancia de las medidas sanitarias. Se discute que “la economía es más importante”, o “la libertad no se negocia”. Se minimiza el impacto del virus hablando de accidentes de tránsito, asesinatos o enfermedades cardíacas; como si alguna de esas causas fuera contagiosa y de crecimiento exponencial. Pero esa actitud permite al virus penetrar y diseminarse rápidamente.

En un “momento cero coma cinco”, todavía se puede ir viendo cómo crecen los casos y se diseminan las infecciones. No hay circulación comunitaria, se contienen las situaciones que van llegando. San Luis pudo estirar, con suerte y esfuerzo mediante, este estatus mucho tiempo.

Entonces eventualmente viene la circulación y transmisión comunitaria del virus. Esto puede venir de la mano de un supercontagiador (como el verdulero local, o la paciente 31 en Corea del Sur [a]), o de simplemente la relajación inevitable de la cuarentena y medidas sanitarias. Somos seres humanos; falibles, sociales y urbanos. El virus ya no está aislado, no se sabe del todo quién lo tiene. Pero aún no hay miedo, todavía parece estar todo bajo control. Aún se testea, pero sube cada vez más la positividad (la cantidad de casos sobre la cantidad de tests tomados).

Ahora todo dependerá de cuán fuerte sea el sistema de salud, y cuánto pueda “crecer” el testeo. Cabe aclararlo: no hay sistema en el mundo que aguante. El virus es más rápido de lo que nunca enfrentamos, una hidra cuyas cabezas se multiplican más velozmente de lo que podemos cortarlas. El asedio biológico superó a Nueva York [b], Bérgamo [c], Guayaquil [d] y Nueva Delhi [e] por igual.

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Entonces, llega el “momento uno”. Los casos ya resutan más. Algunos muertos empiezan a aparecer, pero son pocos, todas personas mayores con condiciones preexistentes, cuyas historias y nombres salen en el periódico local, identificables. Sin embargo, lo central: el sistema de pruebas ya no da más abasto. Los datos vienen con demoras cada vez mayores.

Se explica hablando de funcionarios corruptos, conspiraciones de todo tipo, inoperancia y mala fe. Y todo eso puede ser cierto. Pero además, inclusive con las mejores personas y tecnología a cargo, es inevitable que la situación supere cualquier preparativo si no se hace un masivo encierro estricto… Que nadie parece estar dispuesto a tolerar. Porque si bien el escenario es trágico, parece que no puede detenerse la vida normal, por apenas algunos que ya no están.

Así, los hisopados llegan a cubrir cada vez menos, y se pasa rápidamente el “momento dos”. El sistema sanitario se estiró hasta el límite, y se quebró. Los muertos ya no están sólo en camillas y los pisos de pasillos de hospitales. Hay personas colapsadas en salas de espera. Desmayados en filas del supermercado. El escenario empieza a ser atroz. Las filas a la puerta de los hospitales son sitios de furia. El personal de salud no tiene quién lo reemplace cuando se enferma.

No sólo no alcanzan los respiradores, no alcanzan ya las camas. A los mayores se los envía con una aspirina a morir a sus casas [f], y a los jóvenes, con mejores chances de sobrevivir, se los intuba para ver si llegan a una semana más, aunque sea como tirar una moneda al aire. Porque ya no fallecen sólo los viejos y los débiles; hay tantos contagiados que la gente aparentemente sana también empieza a irse. El personal de salud debe decidir quién muere, cuando ha sido formado y está acostumbrado a tratar de salvar cada vida al máximo de su esfuerzo.

Empiezan a acumularse los óbitos, que ya no tienen nombre ni rostro ni historia. Sólo un número cotidiano, gigante, naturalizado, ajeno, enorme y pequeño por igual, sin sentido. Las magnitudes superan toda comparación previa con otras causas de muerte, como casi todos los expertos decían que pasaría. Y de repente… La economía colapsa aún más que con cualquier cuarentena, contra el pronóstico de varios economistas de la tele. Quienes reclamaban por la libertad individual de salir a beber una cerveza, hoy darían todo por poder tomar una bocanada de aire sano con sus pulmones en agonía. Las teorías conspirativas se muestran falsas; ni la vitamina C ni la hidroxicloroquina, ni la lavandina bebible, las plegarias o ejercicios muestran ser tan eficaces como dijeron los conductores televisivos y los gurués de Youtube. Pero ya es tarde.

El “momento tres” azota sin piedad. En medio de enojos y tragedias inenarrables, dolores indecibles de familias devastadas… Los cadáveres no tienen dónde ir. No sólo se lloran los deudos, se sufre por literalmente no tener dónde ni cómo enterrarlos. Los servicios funerarios se reducen a diez minutos, después ni siquiera a eso. Los varios días de demora en poder disponer de los fenecidos hacen que el hedor se sienta en todo el hogar de sus familias, confundidas y horrorizadas. Los ataúdes se acaban y se recurre a cajas de cartón que gotean jugos humanos en la vía pública [d]. Los hornos crematorios se rompen por el sobreuso [e]. Se cavan fosas en los fondos de hogares, los cementerios se amplían con recursos de emergencia, y se inauguran masivas fosas comunes [h]. Muchos cuerpos quedarán tirados en las calles [g].

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Ilustración de Sebastian Vázquez Ferrero

A veces envueltos en bolsas, con una carta y una flor de despedida. Algunos en sábanas, arrastrados hasta esquinas y encendidos con nafta. Otras veces, animales que creíamos extintos en ámbitos urbanos hacen carroña en las veredas. Escenas surrealistas de pesadilla de Brueghel o el Bosco se hacen visibles, durante el momento más triste de todos: el colapso del sistema funerario. Imágenes que remiten al medioevo, de lo que pensamos la modernidad, la racionalidad y la tecnología, nos habían puesto a salvo.
Entonces la población llora y desespera y reza ante el horror, y se guarda con temor ante el azote divino.

Como los hebreos durante la noche en que Jehová se llevara a los primogénitos egipcios, como Perseo esquivando la mirada de la gorgona, como los marineros de Ulises tapándose los oídos con cera para no escuchar las sirenas. No exponerse, no asomarse, no arriesgarse. Y entonces, ocurre el milagro: bajan los casos. Al tiempo, los números de muertos disminuyen. No, no ha sido por la “inmunidad de rebaño”; las regiones que atravesaron este escenario dantesco no tienen siquiera un octavo de los muertos necesarios para llegar al mismo [i]. Pero el haber visto la COVID arrasar con familiares, amigos, vecinos y conocidos, modificó algo en el pueblo. La conducta social pasó a “creer en el virus” y de repente acató los consejos sanitarios de quienes han estudiado y gritado como Casandras desesperadas.

La cuarentena se convierte en algo autoimpuesto, no externo. El temor ya no es a sirenas de la policía en un control y a la multa, sino al pitido de un respirador. O peor aún, al graznido de un buitre sobrevolando la ciudad, plena con carne humana de cadáveres expuestos al sol, listo a hacerse de nutrientes con su pico. Y es que ese pico cruel, es simultáneo con el otro, el inicial de esta larga reflexión; el de la curva. No se pudo conquistar sin dolor inimaginable, sin pérdida tan evitable como trágica, no sin bronca y confusión y ahogos.

Entonces bajarán aún más los casos y pasarán los meses, vendrán tiempos mejores… Ante los días pasados y la distancia, controlados los contagios y con el sistema de salud de nuevo andando, el primer momento asomará otra vez, con la complacencia y la tentadora negación del dolor, al olvidar lo que pasó. En algunos países de Europa, donde se movilizaran camiones militares repletos de fallecidos, ya están hablando de abrir. Y se repetirá el ciclo, todo lo que sea necesario, hasta que haya una vacuna. O hasta que entendamos y sostengamos que no, no hay «un pico”.

Hay una montaña de cadáveres cuyo alto depende, pura y exclusivamente, de nuestro compromiso y nuestra conducta.

«El pico de la pandemia» por Sebastian Vázquez Ferrero. Versión original en Facebook

Fuentes:

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