Imagenes del paro nacional en Colombia

Desde las tierras de Colombia, el periodista Federico Sanri, nos cuenta una perspectiva cercana de lo que sucede en el hermano país latinoamericano. Informe especial.

Sanri es escritor, abogado, periodista, Magister en Comunicación y Educación en la cultura. Recientemente participó activamente en el Encuentro «Transformación Digital, Comunicación y Cambio Social».

El Gobierno, sin quererlo y medirlo, está creando mártires de una revolución incierta centrada en la voz de los jóvenes de Colombia, víctimas de una violencia estatal sin precedentes.
(Federico Sanri en Colombia: Un pueblo sin piernas, pero que camina.)

Viviendo de cerca lo que vive el hermano país de Colombia, nos cuenta desde sus tierras lo que sucede. Siempre recordando y remarcando que se trata de una perspectiva frente a la realidad. Remarcando que en su país lo que está en disputa es «la verdad» y sus dueños.

Frente a esta situación, con un contexto histórico preocupante, Federico Sanri realiza un informe especial para GVT Noticias donde comenta de manera amplia lo que hoy sucede y lo que viene sucediendo desde larga data en la nación tricolor.


Perdonen la molestia, ¡Nos están matando!

«Colombia: Un pueblo sin piernas, pero que camina» por Federico Sanri


El mensaje que da título a este artículo estaba escrito sobre una pancarta con los colores de la bandera de Colombia; extendido en los brazos alzados de un manifestante en una calle de Cali, una de las principales ciudades del país. Quien lo escribió sabía de sobra que su existencia estaba en riesgo, los primeros diez días de una protesta social sin precedentes en Colombia habían cobrado la vida de 47 personas[1], la mayoría de ellas jóvenes que habían sido víctimas de la Policía Nacional y el Escuadrón Móvil Antidisturbios, Esmad, fuerza especial anti disturbios que ha sido usada en esta crisis como cuerpo diplomático para “dialogar con los inconformes”.

La sangre de nuestra juventud en el piso, regada por las fuerzas del Estado, al contrario de generar el fin de las protestas han justificado su continuidad.

Esto, en gran parte, porque la narrativa del actual conflicto social ya no está mediada por las grandes empresas de comunicación (cuya credibilidad está en franco declive); sino que la protesta se ha comunicado al mundo por imágenes capturadas por los manifestantes; donde los abusos policiales han quedado en evidencia de manera indiscutible.

Entre el 28 de abril y el 7 de mayo habían muerto en Colombia por exceso de la fuerza pública 47 personas; se denunciaron 963 detenciones arbitrarias, 12 casos de violencia sexual contra mujeres, 548 desaparecidos y 28 víctimas de heridas en los ojos.

Hay que anotar, sin embargo, que estas cifras han sido entregadas por la Defensoría del Pueblo, organismo de control que ha sido altamente cuestionado por su cercanía con el gobierno, lo que puede llevar a pensar que las cifras podrían ser mayores.

La única forma de explicar al mundo que en pleno pico de la pandemia del COVID-19, una muchedumbre sin vacunas y con un sistema hospitalario al borde del colapso, se atreviera a llenar las calles sin temor al contagio, ni a las represalias, es indicar que Colombia es un pueblo con hambre.

Este accionar del Estado en contra de la población civil no es nuevo. Entre 2002 y 2008, bajo el gobierno de Álvaro Uribe, el Ejercito Nacional asesinó a 6.402 civiles desarmados. Jóvenes pobres que fueron engañados con promesas de empleo. Que fueron desplazados desde sus hogares a zonas de conflicto donde fueron asesinados, vestidos como guerrilleros y presentados como bajas en conflicto y para demostrar el “éxito” de la política de Seguridad Democrática.

Para entender la magnitud de este crimen de Lesa Humanidad en contra de la población colombiana, baste decir que la dictadura de Pinochet, entre 1973 y 1988, asesinó a 3.227 personas en Chile.

La única forma de explicar al mundo que en pleno pico de la pandemia del COVID-19, una muchedumbre sin vacunas y con un sistema hospitalario al borde del colapso, se atreviera a llenar las calles sin temor al contagio, ni a las represalias, es indicar que Colombia es un pueblo con hambre.

No es una metáfora, de acuerdo con cifras del Departamento Nacional de estadísticas (DANE) en Colombia hay 21 millones de pobres. Es decir que casi la mitad nuestra población devenga la mitad de un salario mínimo (175 dólares) y muchas veces no alcanza a comer tres veces al día.

Colombia Federico Sarni
En agosto del año pasado el presidente Duque había afirmado, con un grado de lucidez pocas veces visto en su gobierno; que impulsar una reforma tributaria en el estado actual del país constituía “un suicidio”.

Sin embargo, la desfinanciación del Estado producto de rebajar en 2018 los impuestos a los más ricos, bajo la premisa de generar más y mejores trabajos – lo que no resultó cierto -; obligó al Gobierno a presentar una reforma tributaria calificada de inoportuna, en el mejor de los casos.

Presentada bajo el eufemismo de Ley de Solidaridad Sostenible, la reforma fue graduada en las calles de “canalla e infame”; porque le planteó de manera descarada a un pueblo con hambre que, por el bien del país, ahora el gobierno le iba a colocar impuestos a la comida.

No solo eso, los salarios, las pensiones y hasta los entierros serían grabados con un IVA del 19%; mientras que el salario mínimo había subido a comienzos de 2021 el 3.5% y el índice de precios al consumidor un 1.61%.

De manera paralela el gobierno gastó nueve mil seiscientos millones de pesos en camionetas nuevas y pretendía comprar aviones para una posible y deseada, aunque imaginaria, guerra con Venezuela por 14 billones de pesos (catorce mil millones de millones de pesos).
«(…)casi la mitad nuestra población devenga la mitad de un salario mínimo (175 dólares) y muchas veces no alcanza a comer tres veces al día».

Para redondear el contexto general de la actual crisis, el país cuenta con un acuerdo de paz que el actual gobierno se ha negado a implementar; una tasa de desempleo cercana al 15%; la salud en estado de coma por su naturaleza de negocio más que de servicio y, claro, por el COVID-19; un asesinato indiscriminado de líderes sociales (753 entre 2016 y 2020) y de desmovilizados de la antigua guerrilla Farc (251 desde la firma del acuerdo en 2016); una sobretasa (impuesto) a la gasolina que le duplica el precio; a lo que se suma un agro totalmente abandonado y golpeado por la firma indiscriminada de múltiples Tratados de Libre Comercio.

Colombia, pudiendo ser una potencia agrícola, importa en promedio 14 millones de toneladas de comida, es decir el 30% de los alimentos que consume[2].

Dejando de lado otros múltiples factores estructurales de la actual crisis, el país se encuentra atrapado por una red de corrupción que, literalmente -de acuerdo con Portafolio-, se roba un 19% del Presupuesto General de la Nación[3].

Los escándalos no tienen fin, sería imposible numerarlos sin que mereciera otro artículo, para mencionar los más deleznables:
  • el robo de REFICAR, que le costó al país 8.016 millones de dólares y que se terminarán de pagar en 2046;
  • Agro Ingreso Seguro, donde se le entregaron subsidios destinados para el campo a personas adineradas por valor de $ 200.000 millones de pesos;
  • Inverbolsa, 145 millones de acciones adquiridas de manera fraudulenta y que no han sido devueltas;  
  • Dragacol, 1.2 billones de pesos;
  • Foncolpuertos, pensiones falsas por valor de $11 mil millones de pesos,
  • Y para rematar el robo de la DIAN, entidad recaudadora de impuestos en 2019[4].

Aunque sin referirse a la corrupción de manera exclusiva, Maryori Gómez, abogada y líder social, describe la situación actual con claridad “nos quitaron todo… nos quitaron hasta el miedo”.

Presentada bajo el eufemismo de Ley de Solidaridad Sostenible (…) ahora el gobierno le iba a colocar impuestos a la comida. (…) Los salarios, las pensiones y hasta los entierros serían grabados con un IVA del 19%.

UN PAÍS PARTIDO EN DOS

Federico Sanri en Colombia: Un pueblo sin piernas, pero que camina.

Por si fuera poco lo hasta aquí descrito, el país vive sumido en un evidente polarización que tuvo su mayor auge y definición para la situación actual del país en el plebiscito de 2016; en el que los ciudadanos debían decidir en la urnas su apoyo a la firma de un acuerdo de paz con las Farc, para terminar un conflicto de más de medio siglo con la guerrilla más antigua del mundo.

En medio de una sucia guerra publicitaria contra un Acuerdo de Paz que la mayoría del país no leyó; la oposición al gobierno de Santos, encabezada por el expresidente Uribe (quien valga la pena recordarlo, subió a Santos al poder para reemplazarlo y dar continuidad a su política de Seguridad Democrática, siendo después traicionado) creó una estrategia para que la gente saliera a votar “berraca”.

Finalmente, por un escaso margen de votación, 50,2% en contra, el país le dijo No al Acuerdo de Paz.

Nadie, ni la propia oposición, lo podía creer. Fueron ellos mismos, en cabeza de Francisco Santos, quienes llamaron a la calma para repensar una salida y aunque los acuerdos finalmente fueron firmados; a través de una interpretación legal de la Corte Constitucional del país para enmarcarlos en el derecho constitucional a la paz; como interés superior de los colombianos, su ausencia de legitimación popular es un fardo que no ha podido ser superado.

Baste decir que el actual presidente anunció en su campaña la intención de hacerle reformas y ha sido evidente su distancia para hacer realidad su implementación; a pesar de que el acuerdo fue elevado a rango constitucional para protegerlo, precisamente de gobiernos adversos que pudieran suceder a Juan Manuel Santos.
Por si fuera poco lo hasta aquí descrito el país vive sumido en un evidente polarización que tuvo su mayor auge y definición para la situación actual del país en el plebiscito de 2016 (…) Finalmente, por un escaso margen de votación, 50,2% en contra, el país le dijo No al Acuerdo de Paz. (…)Nadie, ni la propia oposición, lo podía creer (…) A partir de esa victoria el país, que ya venía dividido, se polarizó y se partió en dos.

A partir de esa victoria el país, que ya venía dividido, se polarizó y se partió en dos.

Usando la lógica del antiguo testamento de “quien no está conmigo está contra mí”; la derecha se fue volviendo más extrema y a la izquierda se la fue demonizando, aprovechando, por supuesto, la situación de Venezuela.

Factor clave que sería aprovechado para sembrar terror entre los electores.  Votar por una opción diferente sería ya no como en el plebiscito “entregarle el país a las Farc”; sino en las elecciones de 2018, “volver a Colombia una segunda Venezuela”.

A partir de allí se usó el termino de “castrochavistas” para definir a las ideas de izquierda, haciendo comprender que apoyar a candidatos como Gustavo Petro, exguerrillero del M-19 y exalcalde de Bogotá, entregarían la nación a un destino igual al del vecino país.

Sin la presencia de un centro fuerte, calificado como tibio, su máxima figura Sergio Fajardo se ha ido hundiendo en la mirada de una Colombia que busca salidas a la actual crisis entre el terror y el pánico.

“Nos quitaron todo… nos quitaron hasta el miedo”.

Maryori Gómez, abogada y líder social

La costumbre de la polarización social en un país atravesado por una violencia intestina, tampoco es nueva. Durante más de cincuenta años el campo colombiano se ensangrentó con una guerra civil entre liberales y conservadores que se mataban sin razón, defendiendo el color de un partido; rojos los liberales, azules los conservadores.

En el fondo de esta profunda división estaba la tenencia de la tierra, por lo que se crearon grandes desplazamientos que gradualmente dejaron al campo desolado. Aún continúa así.

Con el paro nacional no podía suceder otra cosa, a raíz de los bloqueos y los evidentes actos de vandalismo, donde de acuerdo con los medios locales, también están involucrados miembros de la policía vestidos de civil; Colombia se ha dividido entre quienes apoyan el paro y quienes no.

Es un punto crítico, porque la difícil situación económica ha golpeado duramente a los empresarios y al trabajo, a los que se le suma una tradición por la defensa de las instituciones que, desde Ernesto Samper[5], no había sido puesta en riesgo de manera tan evidente.
Ya han comenzado confrontaciones entre la población civil, especialmente en Cali, epicentro inusual de la manifestación.

A la bomba social descrita en este artículo, que ya se adivina como un perfecto coctel molotov, se le han sumado palabras incendiarias y descalificaciones mutuas entre bandos, cada vez, menos definidos.

Federico Sanri en Colombia: Un pueblo sin piernas, pero que camina.
Con el paro nacional no podía suceder otra cosa, Colombia se ha dividido entre quienes apoyan el paro y quienes no.

Por primera vez en veinte años la hegemonía de Álvaro Uribe para nombrar presidentes se ha puesto en duda; pero no quiere decir eso que su influencia sea menor.

Ante un trino suyo que en medio del baño de sangre a la población civil clamó por el derecho de soldados y policías para utilizar sus armas y defender su integridad de la “acción criminal del terrorismo”; Iván Duque pidió y puso en marcha la militarización de las ciudades. Esto, en medio del rechazo de la población y de los propios alcaldes.

Twitter borró el trino por considerarlo una incitación a la violencia y el expresidente fue objeto de serios reclamos internacionales.

Incluso fue cuestionado en una entrevista con CNN que se ha vuelto viral, lo que pareciera indicar que “el presidente eterno”, como le dice fervorosamente Duque, se está quedando solo. Pero no es así.

Aparte de una legión (aunque cada vez menor) de seguidores incondicionales, de acuerdo a investigaciones ampliamente difundidas en Colombia, hay una bodega uribista de por lo menos 500 personas que se encarga diariamente de mantener en el mundo virtual la tensión y la polarización.

Las redes sociales, como nuevo escenario de manifestación y encuentro a raíz del COVID-19, ya han sido el mejor escenario para el espectro de derecha que sabe muy bien atizar odios y crear miedos, sin temor a enfrentar la posverdad.

En este ambiente, el retiro de la reforma tributaria y la renuncia del ministro de hacienda, responsable de su presentación, no parecen suficientes. Más aún porque Carrasquilla ahora está siendo premiado con su postulación a la presidencia de la Corporación Andina de Fomento.

Todos estos factores hacen que la manifestación en la calle haya parecido encontrar, por fin, una manera de que el gobierno escuche a la gente, aunque al mismo tiempo la mate.

A esto se le suma que el gobierno quiere presentar una reforma a la salud que ha despertado profunda suspicacia.

Carolina Corcho, vicepresidenta de la Federación Médica Colombiana, asegura que el proyecto de ley abre un boquete para la privatización de los recursos de la salud, legalmente públicos.

Sin capital político a la vista, el gobierno también quiere reformar el sistema pensional, cuya inestabilidad fiscal, sumado a las altas pensiones de muchos antiguos funcionarios del Estado y la corrupción del sistema lo colocan en aguda crisis.

Todos estos factores hacen que la manifestación en la calle haya parecido encontrar, por fin, una manera de que el gobierno escuche a la gente, aunque al mismo tiempo la mate.
Por eso, el Paro Nacional no se quiere rendir tan fácilmente sin luchar por algunos puntos de honor.

Entre ellos: la implementación plena de los Acuerdos de Paz; un accionar concreto contra la corrupción, reduciendo salarios de congresistas e impidiendo que se eternicen en sus puestos (sobre lo que ya hubo un debate sin frutos a fines del año pasado); dando tramite a la reforma de la Policía y el desmonte del Esmad; así como mayor cobertura de educación y salud, entre otros temas que deben aclararse para que el sacrificio de nuestros jóvenes no sea en vano.

Aunque se le ha querido endilgar este paro al accionar de Maduro, por lo menos de acuerdo con el expresidente Andrés Pastrana, aliado del gobierno (la vicepresidente Marta Lucía Ramírez es su cuota política en el poder); o a Gustavo Petro, que incluso pidió finalizar los paros una vez conseguido el retiro de la reforma tributaria, este paro no para; por lo menos no tan fácilmente.

Una razón se encuentra en la rabia y el descontento acumulados en la población por años, que incluso en medio de un nuevo pico de COVID-19, llevó a la gente a aglomerarse en la plaza pública y en las calles sin miedo al virus. Le temen más, mucho más, al futuro del país.
«El Paro Nacional no se quiere rendir tan fácilmente sin luchar»

Otra razón fundamental es que el gobierno, en las protestas de 2019, agotó su credibilidad ante los marchantes. En ese tiempo instaló una mesa de diálogo nacional que nunca llegó a ningún lado y que disipó las marchas, pero no el malestar.

Si a esto le sumamos la actitud del presidente, ensimismado en un programa de televisión del que es presentador, y que parece ser con lo único con lo que está sintonizado, la negociación tiene entonces dos problemas.

El primero es que Duque no tiene ni la fuerza ni él alcance político para lograr un acuerdo.

Su inexperiencia, metidas de pata y chabacanería le han quitado el respeto nacional y hasta en su partido, el Centro Democrático, asoman ya grietas en torno a su liderazgo (bajo el entendido de que alguna vez haya existido).

Sus mentiras en campaña, como subir salarios y bajar impuestos, oponerse al fracking y combatir la corrupción han llevado a que su credibilidad y su popularidad alcancen índices preocupantes. Si bien parece ser un “buen tipo”, como dijo de él Donald Trump, no parece tener la dimensión del poder necesaria para aplacar el reclamo popular.

El segundo problema es que como el paro no tiene una orientación definida, ni un organizador real, son demasiados los sectores que piden al mismo tiempo soluciones estructurales atrasadas por años y, por lo tanto, su poder de negociación es incierto.

Esto lleva a que nadie pueda apropiarse de un movimiento que, por sus dimensiones, podría desembocar en todo lo opuesto a lo que pretende.

Es decir, si se desboca y se une, a medida que pase el tiempo, el agotamiento popular por sus naturales consecuencias: bloqueos, desabastecimiento, inseguridad, ausencia de transporte, cierre de más puestos de trabajo, sectores populares adversos, etc.; conseguiría, curiosamente, reforzar el discurso de que Colombia necesita alguien verdaderamente fuerte para poner orden.

«(…)segundo problema es que como el paro no tiene una orientación definida, ni un organizador real, son demasiados los sectores que piden al mismo tiempo soluciones estructurales«

Sin embargo, a pesar del natural desgaste de cualquier paro, el abuso policial que ha causado la masacre y la violación de nuestras y nuestros jóvenes, acusados antes de indiferencia por el destino del país por las generaciones mayores, nos ha unido a todos en Colombia, y en el mundo, en torno a su protección.

Nuestros jóvenes ya no son el futuro, son el presente, y gracias a su sacrificio los ojos del mundo están puestos en Colombia. Este artículo, solicitado por los hermanos de Argentina, que tanto sufrió la represión de una dictadura, es una prueba de ello.

Casos como el de Santiago Murillo, asesinado sin siquiera estar haciendo parte de la marcha, han conmovido país.

Algo se detuvo en el corazón del mundo al circular un video en el que su señora madre pedía en la puerta del hospital, en medio de un llanto desconsolado, que la mataran a ella también, como lo habían hecho con su único hijo.

Lucas Villa, cuyas imágenes danzando sobre puentes y dándole la mano al Esmad, se contrastan con el mensaje premonitorio con el que anunció su muerte, diciendo que sabía que si salía a marchar seguro lo mataría, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

La esperanza de aclarar los motivos y autores de su muerte se desvanece con una Fiscalía que ha demostrado estar al servicio del ejecutivo sin condiciones y que archivó recientemente la investigación que cursaba en la Corte Suprema de Justicia contra Álvaro Uribe.

En efecto, al pronunciarse sobre la trágica muerte de Dilan Cruz, de 19 años, asesinado por el Esmad en las manifestaciones de 2019, afirmó que Dilan se le atravesó a la bala y que, prácticamente, se suicidó.
Nuestros jóvenes ya no son el futuro, son el presente, y gracias a su sacrificio los ojos del mundo están puestos en Colombia.

Parece que hay suicidas hay por montón en el paro nacional. El Gobierno, sin quererlo y medirlo, está creando mártires de una revolución incierta centrada en la voz de los jóvenes de Colombia, víctimas de una violencia estatal sin precedentes.

Esta mañana, en Popayán, una joven de diecisiete años se suicidó, después de denunciar por redes que fue objeto de abuso sexual por parte de miembros de la Policía.

Al tiempo, circuló un video donde, en Acacias, Meta, un miembro del Esmad le decía a otro, refiriéndose a una joven que grababa la escena “Déjela pasar y ¡Hágale lo que quiera!”.

El investigador Germán Muñoz ha denunciado con razón un “juvenicidio”; es decir un asesinato de la juventud colombiana, no solo de manera física sino también porque se les está negando un futuro, una esperanza; en resumen, una idea de país posible que, cada día, se hace más injusto en medio de la llamada democracia más antigua de América. Título que hoy, y desde hace rato, parece quedarle grande.

Al terminar estas líneas para explicar a otro país lo que pasa en el mío, recuerdo a Tonny, un amigo de Brasil a quien conocí cuando él llevaba postrado en una silla de ruedas por veinte años.

A pesar de sobrellevar su condición con un estado permanente de alegría y buen humor, una tarde, mirando al mar en el que se consumía el sol a lo lejos, me dijo: “A veces la vida es tan desagradable, que me da miedo leer lo que acabo de escribir”.

Colombia hoy es, como dice la canción Latinoamérica, “Un pueblo sin piernas, pero que camina”.



Fuentes:

[1] Cifras de TEMBLORES y la Defensoría del Pueblo

[2] Datos de Celinder

[3] Según Portafolio el dinero que se roba la corrupción el dinero de la corrupción cubriría dos veces el total del dinero destinado a las carteras de transporte, agro, justicia, inclusión social, comercio, industria y turismo, ambiente y desarrollo, relaciones exteriores, ciencia y tecnología, deporte y recreación, planeación, comunicaciones y cultura, que suman 28,2 billones de pesos todas en conjunto

[4] Ver el listado completo en: https://es.wikipedia.org/wiki/Corrupci%C3%B3n_en_Colombia

[5] Infiltración de dineros del narcotráfico en su campaña a la presidencia de 1994, cuya investigación se conocería como el proceso 8.000)


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